Entró al metálico y débil golpe de la puerta automática que
se abrió de par en par. Pero una vez adentro, el comportado ir y venir de los viajeros
arrastrando sendas maletas y la futilidad de la música ambiente, le hicieron
tragarse en seco toda su prisa y su inquietud. Necesitaba calmarse de
inmediato.
Se obligó a minorar el paso mientras su mirada vagaba de un lado a otro como una cámara de vídeo que, indecisa en escoger y enfocar algún objeto, acababa por mostrarle solamente una vorágine de imágenes sin asidero. Realmente estaba hecho una mierda.
Sin encontrar una ruta confiable, pero con temor a tomar
asiento para suspirar y aliviarse, continúo su recorrido distinguiendo dentro
de sí el agotamiento de quien ya antes recorriera ese mismo escenario en
incontables ocasiones. Reconocía también, de una manera más dolorosa, esa
intención de salir al encuentro de una persona muy querida a quien debería
decir, decir y decir sin rodeos.
Quizás, solamente se tomaba el tiempo necesario para
realizar que toda esa película, toda esa trama escénica, le sucedía a él de una
manera inequívoca. Aunque, en último caso, lo podría afirmar sin lugar a dudas,
si confiaba en la sensación ajenamente física del grueso y pastoso músculo de
su lengua rozando por cada rugosidad de sus enormes molares. No había duda, era
él mismo.
Y siendo, como realmente lo era, un personaje soñado,
recordó otro alguien que era empujado por la ansiedad y entraba casi de sopetón
al metálico golpe de la puerta de vidrio y aluminio en dirección a un mundo de
luminosos corredores.
Despertó.
Se
sentía confundido.
Aunque no podía negar cierta frivolidad.
Todo en él palpitaba tranquilo. Y aún con las imágenes de
los luminosos corredores a ofuscarle su sentido de realidad, tuvo la ilusión de
creer que había sido solamente un sueño. Se sentó al borde de la cama y al
apretar del interruptor un halo de luz descansó sobre la hoja de papel blanca
donde escribió con dificultad por el impacto de la claridad:
¡Ella es preciosa!
¡Tengo que
zafarme!
¡Pero zafarme ya!
Se quedó quieto, espiando el amanecer por entre los
brazos cruzados sobre la frente. Era un gesto muy suyo, le daba una tregua
cuando se sentía exigido. Era la trinchera que le correspondía. No las veredas
y quebradas del frente de guerra, de las cuales fue prematuramente apartado casi
desde el inicio de su militancia, pero sí, para este frente de batalla en donde
según los altos mandos él se hacía más necesario.
Era gracioso pensar que fuera considerado la persona más
apropiada para la misión por cualidades que irónicamente él había adquirido en
el ambiente conservador y relativamente acomodado de su familia. Un ambiente
tan burgués que hubiera sido imposible prever, en aquella época de su primera
juventud, que llegaría a servir a una revolución, y todavía más, con tamaña
convicción y entrega. Más irónico aún, era el hecho de la guerra no transcurrir
para él, en medio a la camarería de los compitas del frente de batalla y si,
rodeado de tanta comodidad y dentro de una rutina de viajes internacionales que
suelen alimentar los sueños de la mayoría de los jóvenes del mundo.
Por primera vez en la vida realmente no sabía si reír o
llorar ante una situación tan peculiar, pero prefirió sonreír.
Desde ese día en que la misión le fue asignada y se hizo
efectiva, la guerra de todo su pueblo pasó a girar en esa ruta donde, a pesar
de los varios continentes y países que recorría, los escenarios eran siempre
los espaciosos corredores de los aeropuertos, las asépticas recepciones de los
grandes hoteles y los alfombrados restaurantes “Á la carte” de las grandes
metrópolis.
Esos ambientes, con sus empleados serviciales, los desenfadados turistas
y los opacos hombres de negocios (a los que él supuestamente pertenecía), eran
como tres ramales sin el menor riesgo de interacción entre sí. En medio del ir
y venir de tan pintorescos personajes se podía circular en rutinas de las más
previsibles, rutinas siempre distantes del movimiento cotidiano de las ciudades
y de las diarias preocupaciones de la gente común.
Desde el improbable contacto entre esos personajes, nacía
su desconfianza al extraordinario encuentro con aquella mujer. Aunque para él,
desde la introspección necesaria por el sigilo que le imponía la misión, la
mujer aparecía como una isla en la lejanía que al mismo tiempo que es promesa
de abrigo al naufrago agotado, le recuerda la férrea convicción que debe tener
para seguir a flote.
El timbrazo del teléfono lo apartó de un sobresalto de
estos pensamientos. Él mismo solicito en la recepción que lo despertaran
temprano por la mañana y le extrañó que lo hubieran tomado por sorpresa. Se rasuró,
y diligente repasó sus planes: enviar el informe de su cambio de hotel, un chapuzón
en la piscina, un buen desayuno, revisar el equipaje y principalmente, dejar el
hotel esa misma mañana.
La urgencia del traslado le devolvió la ansiedad que
sintió la víspera. No le sirvió de mucho tratar de convencerse a sí mismo que
nada más sería que un cambio de hotel en medio de esa disciplinada y
persistente ausencia de algo familiar. Ese sentimiento de familiaridad en que
ocasionalmente y muy a su pesar, él se detenía a añorar más de lo que sería
estrictamente inevitable.
Pero sabía que era exactamente el ambiente impersonal de
los hoteles, lo que más le ayudaba en la difícil tarea de dejar de lado, casi
hasta el olvido, todo cuanto fuese su verdadera historia. Más que una falsa
nacionalidad, más que una profesión imaginaria o de un nombre que no era su
propio nombre, era necesario olvidar desde la manía más íntima hasta el gusto
más enraizado. Los codificados cambios de información con sus contactos eran
las únicas referencias de que él pertenecía a un lugar, que tenía un pasado y
un propósito en esta guerra. Una guerra que, para él, ya se alargaba más de lo
previsto.
En la última de tres vueltas, vio pasar debajo de sí el
espectro vítreo de un cuerpo humano nadando debajo del agua a lo largo de las
líneas marcadas en el fondo de la piscina. Detuvo su rutina de ejercicios y
alcanzo en dos brazadas el borde al lado del trampolín. Era ella, venía a su
encuentro salpicando agua con una risa y gracia infantil que en ciertas mujeres
es como una caricia.
Consciente de que iría a cometer un error grave pero que en
ese momento poco le importaba, olvidó los temores de la víspera y entusiasmado se
dejó llevar por lo inesperado del encuentro. Fue solamente cuando ella dibujo
un puchero de coquetería culpándolo por haber tenido que soportar casi la noche
entera en desvelo por no pensar en otra cosa que no fuera en él, fue que tuvo
la plena seguridad de estar cada vez más cerca de un irresistible deseo de
abrazarla.
Huyó de ese impulso sumergiéndose al fondo de la piscina
hasta que el doloroso golpe en los oídos le hizo sentir que estaba en la
obligación de ser mucho más adulto como para no dejarse reventar los tímpanos
tan fácilmente. Reapareció en la margen opuesta creyéndose dueño de sí lo
suficiente como para aceptar el riesgo de invitarla a tomar juntos el desayuno.
Ya de regreso a su cuarto y repitiendo para sí mismo,
burlonamente, la hora exacta en la que había quedado de acuerdo con ella para
salir a conocer “cierto lugar” desde donde la vista de la ciudad era “realmente
hermosa”. Se sorprendió por el cómico choramingo de su voz frente al espejo
reclamando a sí mismo por qué le daba largas a aquella insensatez. A final,
nunca había sido un hombre guapo, ni atractivo o siquiera interesante como para
atraer la atención de una mujer como aquella. ¿Qué necesidad había de envolverse
en una aventura de amor a primera vista con una loca cinco estrellas? No iba a
ser en esta ocasión que caería en esa armadilla de amor a primera vista. Solo esa le faltaba.
Alarmado con el incontrolable rumbo que tomaban sus
pensamientos, llamó a recepción y comunicó su partida inmediata.
Estaba nuevamente listo para partir. Tomaría un taxi que
lo llevaría al aeropuerto. ¡Pero no, calma! No sería necesario. Iría a otro
hotel y todo comenzaría de cero, como sí nada le hubiese sucedido desde su
llegada una semana atrás. Y ya en el elevador, intentando calmar sus dudas,
sacó su billetera y confirió uno a uno sus datos personales.
En el nuevo hotel, acomodado en su nuevo hogar, se
entregó al ejercicio de reconstruir con disciplina militar todo lo ocurrido
durante lo que decidió llamar “la crisis”. En su memoria de los dos últimos
días, solamente guardaba imágenes de una secuencia totalmente mecánica de
tramites en que su tarjeta de crédito ocupara el papel principal.
Por momentos intentaba frenar su angustia consolándose
con el mérito que tenía por el deber cumplido, pues la misión estaba arriba de
todo y en efecto, había conseguido alejarse del peligro sin mayores
consecuencias. A final, bastaría en enfocarse y darle su verdadero nombre a las
cosas, es decir, él en el fondo debía festejar la astucia de haber conseguido
salirse de una trampa tan bien montada por el enemigo ¡Y vaya que corrió
peligro con aquella hermosa y hábil agente del imperio! Pensó satisfecho.
Dos días después, al hacer un informe de los últimos
momentos desde que conociera a la mujer, él se asustó de constatar cómo se
había doblegado ante sus propias carencias. Como, a sí mismo pareciera tan sin
atractivos frente a la fuerza de sentimientos y opiniones que con tanta gracia
en ella eran gestos de una agradable confianza. Incapaz de controlar el emergente
vacío en el estómago, levantó la voz, casi en un grito, como si pagase una
deuda con ella y para sí mismo: ¡Vos podrías haber sido mi peor engaño, no
puedo, no, no voy a creer en tu casualidad!
Consciente de la osadía que lo dominaba por entero y
guiado únicamente por la necesidad de volver a verla, salió en dirección al
hotel en donde ella se hospedaba. Al menos le debía una explicación por una
cuestión de lealtad humana. Pedirle disculpas por su inesperado silencio, por
su inexplicable ausencia. Pero se enteró que ella ya había partido horas antes en
dirección al aeropuerto.
Una y otra vez, insistía en limpiarse las uñas de toda
culpa. Miraba el lento y lejano ajetreo por las calles y avenidas. A cada luz
roja del semáforo, un torrente de imágenes de su corto y truncado romance se acumulaba en sus párpados ya
pesados por el cansancio. Golpeaba su frente, suave, pero con firmeza, contra
la ventana de la puerta del taxi mientras luchaba en obedecer la alerta de
peligro ocasionada por las imágenes de aquella “agente” tan taimada; pero a
seguir, se reconciliaba con ella, aceptándola como una mujer a quien profesara
un claro cariño.
Pero sólo al decidido gesto de entrar en la sala de
embarque del aeropuerto, del golpe suave y metálico de la puerta automática de
vidrio y aluminio que abría de par en par, de sentir el peso del ambiente
pulcro y amortiguado de los corredores, y por la azucarada música del ambiente,
fue que él comprendió la inutilidad, la estupidez de todo aquel desmando.
Rendido, se dejó llevar por los corredores hasta que su
mirada se detuvo en la imagen de los monitores de información que desplegaban
listas luminosas e interminables con nombres de ciudades, códigos de vuelo y
horarios. Y allí quedó, de pie, frente a las listas brillantes de información. Ciudades
y hoteles, códigos de vuelo y de contactos, códigos secretos de ciudades, de horarios
sin cumplir, encuentros sigilosos en decenas de hoteles a la deriva por corredores
iluminados y ajenos que parpadeaban sin tregua. Sintiéndose herido por el frio recorrido
de las gotas de sudor que deslizaban por todo su cuerpo, buscó la puerta de
salida.
Su prisa, en esos primeros instantes, poco a poco cedió
lugar a un sonámbulo paseo por las alamedas de la zona de parqueo del
aeropuerto. Su cuerpo estremecía en escalofríos.
Sin saber exactamente de donde, le llegó el vago recuerdo de alguien perdido en un mundo de largos corredores, y poco a poco, reconoció dentro de sí la fatiga de alguien que ya antes recorriera ese vano intento de encuentro, de compañía, con alguien a quien podría decir, y decir, sin rodeos.
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Ilustración de portada: Daniel «Buba» Marroquín. danielmarroquin10@gmail.com