No hace tanto tiempo atrás pero finalmente paró de
escuchar de sus amigos la única respuesta posible para sus quejas de Romeo
hipocondríaco. Porque, fue bajo ese nombre que los síntomas de lo que padecía
le fueron diagnosticados por ellos, sus queridos amigos, los cuales también
fueron unánimes en recetar un tratamiento infalible – ¡Maje, salí con otra
mujer y te va pasar así de rápido! Así la vas a olvidar, ¡no seas pendejo! –
Si intentase recordar quien había sido él algunos meses atrás, vería a sí mismo bajando por las calles de la colonia corriendo al máximo que su respiración le permitía para conseguir escapar a sus recuerdos. Sintiendo que el viento le arrancaba lágrimas heladas que no se daba el derecho de secar porque todo en aquella carrera era precipitación. Las lágrimas le parecían entonces muy nobles, una bendición, bien justas para el momento. A ese respecto sus amigos le recordaron que, de hecho, en un drama de amor un buen actor jamás dejaría un par de lagrimitas de lado. Más aún, en una escena de esas, tan tierna y conmovedora.
Cerca de dos años atrás, cuando todo entre los dos corría
a las mil maravillas, ni siquiera le pasó por la cabeza que ella posiblemente
ya estuviera pensando en darle fin a la relación; aunque al pensarlo
detenidamente, llegó a la conclusión que aquel fue el momento más adecuado para
cortarlo por la raíz, pues apenas y faltaban un par de semanas para la
celebración del día del amor, el catorce de febrero. ¡Qué bien pensado! ¡Qué
calculo más bien planeado! ¡Que hija de puta!
Quiso convencerse a sí mismo, que ella actuó de la única
manera en que uno puede apartarse de alguien a quien realmente ama pero que, por
alguna razón, talvez esa persona no le conviene completamente; es decir, habrá
que cortar la relación de un solo golpe, sin contemplaciones. Pero cuando defendió
esa idea con los amigos, estos fueron tajantes: ¡Consuelo de pendejos, le
valiste riata y ya!
En los primeros días del noviazgo, después que pasaron
juntos su primera noche, ocasión en que él le dio más importancia a su
desempeño como amante que a entregarse plenamente a lo apasionado del encuentro,
se vio obligado a dormir en el lugar de la cama que él más evitaba, el lado
izquierdo, y para acabar de empeorar le tocó una almohada más indomable que un
gato viejo y mal humorado, lo que resultó en una noche de completo insomnio.
A pesar de todo, consideró ese desvelo como una
bendición, pues pasó la noche no solamente a escucharla roncar con todo y
orquesta, si no también, le permitió contemplar a sus anchas la fascinante
alineación de tres cósmicos lunares al borde de su cintura, anticipando la
maravillosa redondez de sus piernas junto con las nalgas, y todo ese conjunto,
de un color moreno parejo sencillamente fascinante.
Podría pasar horas recordando otras escenas que oportunamente
citaría al banquillo de interrogatorio para atestiguar sobre el posible origen
de todo el descalabro sentimental que sucedió meses después. Sus amigos, que se
decían amantes de la verdad, se esmeraban en frases ingeniosas y gestos
elocuentes con tal de dejar claro, y a quien pudiera interesar, que esa mujer
no había querido nada serio con semejante buena persona, que era él, y no
bastando con esa ingratitud, seguramente usó la astucia para que él bebiese, sin darse cuenta, agua de calzón de
máxima pureza. Y cayeron juntos en una carcajada tan burlona, como estridente.
Después de aquella primera noche tan tierna y singular,
temprano por la mañana, los dos caminaron por el estacionamiento dando inicio a
un ritual en que la solución perfecta, pues así le pareció, hubiera sido que él
se situara un par de pasos al frente para abrirle la puerta del lado del
pasajero y que ella se acomodara risueña por tanta galantería. Pero no fue así.
En realidad, ellos estuvieron un largo tiempo intercambiando besos sin decidir
cuál era el momento definitivo para despedirse y que cada cual tomara el camino
de regreso a sus rutinas.
Finalmente, ya acomodado al volante, él se detuvo sorprendido una vez más al ver el modelo más nuevo y lujoso del carro desde donde ella le gesticulaba cerrando la mano derecha en puño, pero con los dedos meñique y pulgar destacándose bien estirados en los extremos y luego alzando el brazo, con todo y ese elocuente gesto, hasta detenerlo bien a la altura del rostro al lado de su oreja derecha. Movimiento coreográfico de graciosa sincronía al que inmediatamente ella agregó, moviendo sus labios y exagerando la mueca a cada vocal de la frase, ¡Lla ma me! Y desplegó una sonrisa que, en ese instante, a él le pareció ambiguamente maliciosa, casi cruel.
Pasó a ser siempre en ese mismo estilo. A la hora de la despedida había la intención de quebrar la ansiedad que estaba a punto de reinar. Pues también existían esos espacios largos de tiempo entre un encuentro y otro en que ella se decía ahogada entre compromisos de trabajo y de familia, ausencias que valorizan aún más las despedidas.
Pero curiosamente, de todo aquello que se podría haber
gestado en contra de los dos por la irregularidad de sus encuentros, poco de
eso salía a flote cuando estaban frente a frente. Bastaba que los dos se
avistaran en el lugar acordado para la cita y él reconocía en sí mismo la
deliciosa inquietud de siempre, y en ella, el inútil intento de esconder su sonrisa
talvez con recelo de que la vieran andando y riéndose sola por el andén. Pero
ya estando lado a lado, los dos sonreían a gusto en un arrullo de niños que
solicitan el abrigo de un abrazo para rehacerse de las exigencias del mundo.
Como olvidarla a ceñir las cejas a cada pieza de ropa que
caía al suelo a medida que la desvestía; él como siempre, talvez como todo
hombre, con un poco de sí mismo allá bien sentadote en la tribuna VIP numerada
de su voyerismo incorregible. Observando sus propias manos actuar con la misma
meticulosidad de un escultor que sabe que tiene que depositar con delicadeza
cuidadosas ausencias sobre la materia para que la belleza se revele. Para él,
esa tarea se proponía de manera que, lo erótico que se ocultaba tras la belleza
física de la mujer, se revelaría durante ese juego entre la resistencia de ella
a ceder partes de su resguardo y, por otro lado, la progresiva habilidad en el
quehacer de sus manos.
Fue por ese motivo que la condujo hasta el medio de la
sala y acompañó el abrazo de los dos al compás de la música en una invitación a
bailar que le pareció oportuna, porque los alejaba del sofá de la sala y tomaba
un camino transversal para retrasar aquello que se veía venir inevitable.
Pero la música era «I Never Thought I’d See the
Day» de Sade, y no pudo evitar aflojar un poco el abrazo para permitir que
su mano deslizara suavemente entre las piernas que ella apenas y balanceaba guardando
el ritmo de la música y donde él únicamente encontró la tardía y débil resistencia
del veraniego vestido de
Lino donde su mano continuó la caricia hasta detenerse en su interior en un
suave apretón.
Luego, ya era esa expresión de mujer que no quiere tener
más fuerzas para tales resistencias, de un rostro que se moldea a sí mismo en
el placer y que inesperadamente solamente tiene un único y sonoro capricho:
pronunciar el nombre de él, de una forma supersticiosa, como a conjurar espíritus.
¿Porque ella siempre pronunciaba su nombre en esos
momentos en que estaba a transponer una nueva y más fuerte entrega? Ella podía
muy bien haber dicho otra palabra, si de hecho se tratara de exteriorizar un
despojamiento, una fragilidad. ¿Por qué su nombre? Cualquier otra palabra
hubiera sido más oportuna si ella hubiera tenido conciencia del peligro que
puede significar pronunciar una palabra que nos impida la dilución en esos
momentos de entrega en el amor.
No conseguía aceptar con naturalidad que su nombre fuera
pronunciado como que para arrancarlo del anonimato en que se encontraba, o
mejor, en el que se abrigaba lejos del mundo a medida que se perdía en el
placer. Pero ella lo denunciaba. ¿Era eso lo que ella pretendió? Confirmar no un
sujeto, un nombre propio, de persona, de género masculino, del singular, pero
si, él mismo con todas sus letras, invocado como a una entidad sobrenatural o
como a un impostor ¿quién sabe? Su nombre, que nunca había escuchado de otra
mujer en esas circunstancias. Ese nombre con el cual no se sentía ni un mínimo
identificado.
Después de una tomada de decisión a la cual él nunca
llegó a tener acceso, su nombre dejó de ser pronunciado, como si repentinamente
ninguna entidad mística pudiera ser conjurada a través de él. Con ese silencio
se sintió durante meses, completamente destituido de sus poderes.
Poderes que solamente ahora, después de meses de
letárgica espera, parecían haber despertado corriendo atrás de las más fútiles
algarabías del mundo: de los memes acerca de mujeres sin corazón que sus amigos
no cesan de enviarle a su muro, de sus impagables ocurrencias, del
calenturiento ambiente de los bares durante los fines de semana, y
principalmente, para el sin fin de mujeres que cuando las observa con atención
le produce cierta comezón en la nuca solamente de imaginarlas llamándolo por
algún nombre propio, de persona, masculino, singular; pero eso sí, de una forma
supersticiosa, como a conjurar espíritus.